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«España llegó, bajo el reinado de Felipe II, a la total robustez de su propia personalidad y a adquirir el sentido pleno de su vocación. Fue entonces cuando intentó fundir, con un matrimonio desgraciado e inútil, los destinos de su Patria con Inglaterra. Y tras el fracaso de su intento, que le dio a Hugo Benson trama para La Tragedia de la Reina se vio en la necesidad de armar sus barcos para combatir el país que en ese tiempo, con Isabel a la cabeza del protestantismo, logró comenzar a ser dominador del Océano.

La Invencible, que fue la escuadra en que concentró Felipe II todo el poder marítimo de España, se puso en marcha para chocar con la vocación de Inglaterra, vieja y permanente señora del mar: la armada no logró ni siquiera saludar las brumas que coronan la frente de ese gigante defendido por la cólera del mar. El Rey de España no recogió, del desastre, mas que unos cuantos leños rotos, y la Historia pareció cerrar con un punto final la página de uno y otro pueblo…

Y tras del viaje de las tres carabelas, allá hacia el Norte, llegaron venidos de Inglaterra los emigrados que echaron los cimientos del país más fuerte de América y acá hacia el Sur, toda la España forjada en ocho siglos de batallas, vino en escuadrón cerrado sobre el maderamen roto de La Invencible, coronado con el Leño de la Cruz. Sus capitanes hechos de hierro y sus misioneros amasados en el hervor místico de Teresa y Juan de la Cruz, se acercaron a la arcilla oscura de la Virgen América y en un rapto, que duró varios siglos, la alta, la imborrable figura de Don Quijote, seco, enjuto y contraído de ensueño excitante, pero real semejanza del Cristo, como lo ha hecho notar Unamuno, se unió, se fundó, no se superpuso, no se mezcló, se fundió para siempre en la carne, en la substancia viva de Cuauhtémoc y de Atahualpa.

Y la esterilidad del matrimonio de Felipe con la Princesa de Inglaterra se tornó en las nupcias con el alma genuinamente americana, en la portentosa fecundidad que hoy hace que España escoltada por las banderas que se empinan sobre los Andes, del Bravo hacia el Sur, vuelva a afirmar su vocación en presencia de la Inglaterra caída de las manos de Enrique VIII a las manos de su hija. Felipe II e Isabel han vuelto a encontrarse: apenas se advierte, en sus rasgos fundamentales, una ligera modificación. Podría decirse que la persistencia de vocaciones y de caracteres, único elemento permanente en la Historia y que la puede reducir a a fórmulas de rigidez casi algebraica, nos hacen experimentar un retorno de tres siglos y nos hacen pensar en la repetición.

Pero no hay ni la misma escena, ni los mismos personajes, ni los mismos factores en su forma concreta e individual; pero si hay la continuidad, que es y ha sido siempre el fondo sustancial del carácter y sobre todo, la señal distintiva de una vocación que muy lejos de ahogarse en el abismo de la inercia y de la deserción se ha puesto en marcha en un día próximo lejano y ha sabido poner y dejar huellas imborrables de su paso. Entre el desastre de La Invencible y nosotros hay no menos de tres siglos: entre la España de Felipe II, hecha de carne y espíritu en nosotros y la Inglaterra de Isabel trasplantada al Norte de América, no hay ni un minuto, ni un milímetro de distancia. Porque la vocación, que supone la continuidad, nos ha atado realmente a los de este lado del Bravo a la vocación de España y a los de aquel lado del Bravo a la vocación de Inglaterra, que hemos llegado a ser parte integrante de la personalidad histórica de España, como ellos han venido a formar parte de Inglaterra ….

Nuestra vocación, tradicionalmente, históricamente, espiritualmente, religiosamente, políticamente, es la vocación de España, porque de tal manera se anudaron nuestra sangre y nuestro espíritu con la carne, con la sangre, con el espíritu de España, que desde el día en que se fundaron los pueblos Hispanoamericanos, desde ese día quedaron para siempre anudados nuestros destinos, con los de España. Y en seguir la ruta abierta de la vocación de España, está el secreto de nuestra fuerza, de nuestras victorias y de nuestra prosperidad como pueblo y como raza».

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“Es necesario saber y querer escribir con sangre y dejar que sobre la propia carne, magullada, sangrante, quede el propio pensamiento fijado para siempre con las torceduras del potro, con la zarpa de los leones o con la punta de la espada de los verdugos. Y por lo que se escribe con sangre, según la frase de Nietszche, queda escrito para siempre, el voto de los mártires no perece jamás… Cuando al ver herido de muerte a Enrique III de Francia todos volvieron sus ojos para buscar al asesino, se encontró a un hombre que paseaba tranquilamente con la cabeza descubierta y muy cerca un sombrero que estaban escritas las palabras : “YO HE SIDO”. La mano que acababa de matar al rey, allí estaba; a la vista de todos, clara, inconfundible. Una cosa parecida sucede con el voto del mártir. Al acabar de teñir con su sangre la mano de los verdugos ha dejado una señal inconfundible de su pensamiento. Y por encima de todos los olvidos queda escrita su afirmación suprema: YO HE SIDO. En la democracia y en los comicios, donde se vota todos los días con papeles y números, cabrá la tergiversación. El fraude y el soborno y la mentira podrán conjurarse para engañar y arrojar cómputos falsos y para encumbrar nulidades salidas de los estercoleros. Y la democracia vendrá a ser lo que es, lo que ha sido entre nosotros: un infame escamoteo de números y de violencia donde se carga de escupitajos y de ignominia al pueblo. No sucede esto con la democracia de los mártires… Hoy no votaremos con hojas de papel marcadas con el sello de una oficina municipal; hoy votaremos con vidas. Debemos regocijarnos de que la revolución se empeñe en llegar hasta el estrangulamiento de la vida de las conciencias. Así se echa a su pesar en la corriente de una democracia en que los juegos de escamoteo y de prestidigitación electoral quedarán excluidos inevitablemente . Hoy votaremos con vidas y con la vida. Con vidas, porque aunque no habrá millones de mártires, pocos o muchos, los habrá. Sobre todo, votaremos con la vida, porque los rechazos pujantes, arrasadores, del estrangulamiento de las conciencias, llevarán la corriente entera, total de la vida a una quiebra estrepitosa y a una parálisis extrema, brusca e inesperada… No habrá ni ha habido otro remedio. La democracia ha tenido y tiene que echar sobre sus hombros la clámide ensangrentada de los mártires. Solamente así, teñida de sangre, llegará a ser siquiera un día, el día del martirio, el día del estrangulamiento, la heroína salvaje bautizada por Cristo, que Ventura Ráulica saludaba con un apóstrofe radiante”.


Anacleto González Flores

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Todas las doctrinas para triunfar y llegar a señorear los espíritus y las sociedades, necesitan de los esfuerzos y de los sacrificios del apóstol; es esta una ley que se puede demostrar principalmente con la Historia, que no es otra cosa que la experiencia de la humanidad. 

Cuando N. S. Jesucristo quiso conquistar el mundo y conseguir que su pensamiento eminentemente civilizador penetrara a todas las conciencias, puso grande empeño en formar de un modo especial hombres que por su abnegación, desinterés y amor al sacrificio se resolvieran a emprender la realización de una obra que como la de Jesús era al parecer una gran locura. Esos hombres recibieron el nombre de apóstoles, no fueron más que unos cuantos y a pesar de esto llevaron a feliz término una empresa que ha merecido la admiración de los hombres y de los siglos.


Y todo sistema que ha logrado apoderarse poco o mucho tiempo de la humanidad no lo ha podido conseguir más que por medio del apóstol. El apóstol es un hombre que profundamente apasionado de una idea hace de ella el pensamiento único de su vida, el objeto de su amor, el ideal supremo de su existencia; y por más que se le vitupere y se le ridiculice, él es, ha sido y seguirá siendo el árbitro de los destinos de los pueblos, por que con su acción constante, perpetua, incansable, conquistará las inteligencias, subyugará los corazones, será dueño de las voluntades y la humanidad le pertenecerá inevitablemente: de aquí es que en todos los grandes movimientos han agitado a los pueblos y han llevado por nuevos senderos a las generaciones, encontramos siempre el influjo, la palabra, la acción de un hombre que ha querido ser el apóstol de alguna idea que ha llegado a su realización con el sacrificio y el amor ardiente del que ha enseñado y defendido con ahínco y tesón inquebrantable. El apóstol y su acción poderosamente irresistible son indispensables sobre todo cuando se ha iniciado la decadencia de los pueblos a causa de la corrupción honda de las costumbres y de la desorientación de los espíritus extraviados con los falsos sistemas, pues entonces, perdida la estimación grande y fuerte que se les debe profesar a la verdad y a la justicia, solamente una palabra desbordante de entusiasmo y acompañada de una vida que sea la cristalización de la idea que se defiende y enseña, pueden levantar de las profundidades del abismo del mal y del error, a los espíritus caídos y llevarlos a las cumbres en que fulguran esplendorosamente la verdad, la justicia y la libertas. Si las generaciones de nuestros días se ha de salvar de naufragio en que están perdiendo y precipitando los pueblos, solamente se conseguirá con la abnegación, con el ejemplo y si se quiere con el martirio del apóstol.

Entre nosotros faltan apóstoles y aun cuando existen algunos, son bien pocos si se tiene en cuenta que el torrente del mal y del error se desborda por todas partes, y es preciso por lo mismo que cada hombre que lleve el corazón bien puesto y ame con fuerza y con ardor la causa de la civilización y consiguientemente de la humanidad, le haga frente y se oponga, a la corriente de materialismo que nos ha invadido y que está próxima a reducir a escombros el andamiaje que sirve de sostén y de punto de apoyo a las construcciones magníficas de que tanto se enorgullece el espíritu humano.

Nuestra salvación está en el apostolado y por esto hay que ejercerlo en todas sus formas y en todas sus manifestaciones: con la prensa, con la conversación, con las conferencias, con la caridad, que es el gran poder de conquistar, en fin, por otros muchos medios que la experiencia nos recelará cuando todo corazón y sólo por la gloria de Dios y la salvación del genero humano, nos entreguemos a procurar con todas nuestras energías el triunfo de la verdad y del bien.
El apóstol puede existir en todas las clases sociales: entre los obreros, entre los individuos de la clase media, entre aristócratas; en fin, en todos los distintos elementos que forman la socAl apóstol le ha cabido y le cabrá en todo tiempo la gloria y la satisfacción inmensa de llevar a las generaciones por los senderos que a través del gran desierto de la vida van a parar a las regiones luminosas del progreso y de la prosperidad de los pueblos. Seamos apóstoles, consagrémonos a la realización de una idea noble y levantada, y así cuando la muerte hiele la sangre de nuestras venas, nos reclinaremos tranquilamente sobre el polvo del camino envuelto en las bendiciones de Dios y de los hombres.

 

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ORACIÓN CRISTERA

Mi Jesús, tened piedad de mí. Mis pecados son más numerosos que las gotas de sangre que derramaste por mí. No merezco pertenecer al ejército que defiende los derechos de vuestra Iglesia y que lucha por ella. No quiero nunca más pecar, para que así mi vida pueda ser una ofrenda agradable a vuestros ojos. Lava mi alma de las iniquidades y purifícame de mis pecados. Por vuestra santa Cruz y por mi Santa Madre de Guadalupe, perdóname.Ya que no sé cómo hacer penitencia por mis pecados, deseo recibir la muerte como merecido castigo de ellos. No deseo luchar, vivir o morir sino por Vos y por vuestra Iglesia. Oh, Santa Madre de Guadalupe, quédate a mi lado en la hora de la agonía de este pecador. Permítid que mi último brado en la tierra y mi primer cántico en el Cielo pueda ser ¡Viva Cristo Rey!